lunes, junio 23, 2008

Años

El ocaso de la vida de un hombre suele ser una época de conciliación. Mayormente, según me cuentan o han contado numerosos amigos de numerosos años vividos, uno busca resarcirse con el mundo cuando siente la fría mortaja por venir. Ya el heroísmo de la juventud no es más que una sombra oculta entre otras, y nos vemos en envases grises y putrefactos, los dedos largos como garras y, en palabras de Mrs. Loomis, el dragón se ha comido al blanco cisne. El hombre se convierte en la sombra de lo que fue, y el mundo es un lugar mucho más hostil aún. Las culpas son atormentadoras pesadillas dentro de otra, donde la muerte puede ser la última preocupación, pues suele ser el camino a ella el tormento mayor.

En sus cataratas, los ojos nublados buscando un horizonte en el firmamento, el viejo recuerda. Recuerda el primer gobierno de Perón, el golpe del ’30 y cuando un tranvía cayó al riachuelo como si fuera hoy. Puede todavía olfatear el olor a jazmín de la calle de los caserones, el gusto de la brea entre los dientes y sentir el dolor de cabecear un tiento. Recuerda como chillaba la puerta cancel de la entrada, decorada con madreselvas y trepadoras. Recuerda los jingles de casa Muñoz, el penal que Roma le atajó a Delem y cuando bombardearon la plaza de mayo. Sin embargo, ninguna de estas reminiscencias lo entusiasma. Nada de ello refleja un lugar protagónico, nada en que poder definirse, entonces decide callarlo. El viejo no es más que otro viejo contando la historia tal vez por lo que oyó, tal vez por lo que vio. Algo es seguro, ninguno de los grandes recuerdos que tiene los vivió en escena, excepto los banales. Sin embargo, como todo ser, tiene una historia particular, la cual prefiere olvidar y, como de costumbre, surge de sus entrañas y lo asalta cada tanto. Nunca lloró -Los hombres no lloran- se dijo siempre entre dientes. Se aceptan los embistes y desde chico. El gusto a sangre en la boca, los dolores, las purgas, todo es horrible… pero no se llora. Pobre viejo tonto. Pobre, pobre viejo tonto…

Allá por el ’38 había un pibe prometedor. Lo subieron de categoría; como amateur se cansó de dar palizas –lo mismo que Monzón, que fue lo más grande que yo he visto- y entonces surgió la posibilidad de salir del club. Había ganado por nocaut en el doceavo asalto a Víctor Bruda, que venía para el retiro pero todavía era una gloria. La casualidad quiso que alguien del Luna lo viese y, como todo buen purrete, lo llevasen a probarlo. Para el pibe era todo nuevo. Veía los autos, el champán, las mujeres… el lujo. Largó el trabajo de tornero y se fue a entrenar para el título argentino welter. Se mataba día y noche, hizo unas cuantas peleas, casi diez combates en un año, todo un récord. Perdió una sola, a manos de un uruguayo que no era muy conocido, pero pegaba durísimo. Decían que se había hecho en boxeo a mano limpia, y, por los surcos de su cara y la nariz chata casi pegada al mentón, la cual coronaba una mandíbula cuadrada y resistente, montada en un cuello que parecía de un búfalo, bastante probable era que ese pedazo de bestia se haya criado comiendo cascotes. Sufrió una paliza que lo dejó en cama por una semana, y dos costillas rotas de un gancho al hígado siguiendo la octava campanada. Ese fue el que lo dejo en la lona y no pudo seguir. El moreno le dio la revancha tres meses más tarde, cuando sólo pudo vencerlo por puntos, pero se sacó la espina, ya que le trabajó bastante un ojo dejándolo casi ciego. Al oriental no le importó mucho perder. Peleaba por la guita y no por la gloria.

Ya corría el 40 y era cada vez más conocido, sonaba fuerte en los círculos del box, entre los púgiles mismos, ya que era difícil ver la entrega y coraje que tenía el pibito. Se hablaba del título argentino, y había hecho camino para el mismo. Se peleó toda la clasificatoria que era eterna y se esperaba que gane. Según decían los que más sabían, tenía pegada y estilo, era hábil y calculador arriba del ring. Tenía todas las de ganar. Tres meses antes de la pelea que decidía si iba o no a por el título, desapareció. No lo encontraba nadie, parecía haber sido tragado por la tierra, no había rastro alguno. Había vendido todo lo que tenía, pues al rastrear la Ford que había comprado con las ganancias, vieron que estaba ahora en Villa María, Córdoba. Sus padres sabían que había ido a un baile en Barracas, donde residía con otros amigos, pero después de eso ni un solo indicio del muchacho. La búsqueda fue dejada por los interesados, y el título de 1940 quedó en manos de Averboch, que si bien era un buen campeón, nada tenía que hacer al lado del pibe. Pero así fue la historia y nunca más se lo vio.

El viejo sigue recordando contra su voluntad. Lo asalta cada tanto el recuerdo de esa noche, furtivamente. Siempre es lo mismo, el frío le sube por la espalda, repta por su cuerpo mientras él trata de olvidar. Y hoy llora. Solo, sin nada y sabiendo que pasará al olvido en muy poco.

Hubo un muerto en el baile ya mentado. Un tal Aróstegui, conocido por ser un remedo de guapo, un muchacho conflictivo y sin respeto por nada. No tenía heridas significantes más que el golpe en la cara y la nuca destrozada contra un adoquín. Según contaron los testigos, Aróstegui andaba molestando a todos, con el alcohol pendenciero en las venas nada más se podía esperar de tal gallito. Y si bien muchos se alegraron de su suerte, nadie le hacía frente. Era muy bueno con el cuchillo, y, según dicen, debía unas dos o tres muertes en la isla Maciel. No le importaba nada, no tenía qué perder y entonces era común que buscase pleitos en todo momento. Según dicen había nacido en Barracas Sur, pero luego su padrastro, con quien quedó luego de ser abandonado por la madre, los mudó a un conventillo cerca de la Boca. Era lo poco que se sabía de Aróstegui.

Esa noche, Aróstegui se había empacado en cortejar una chica. Había faltado el respeto a ella y a su prometido. Estaba pasado de ginebra y quería alguien con quien desahogar vaya uno a saber qué. El pibe llegó al baile pasadas las 11 y el guapito lo encaró por sentarse en su silla. Le dijo que no quería pleitos y le dio la silla, hasta riéndose le ofreció una disculpa. La bestia no aceptó tal, y lo convidó de pelear una vez más. –No, discúlpeme señor, pero yo no peleo si no es por los puntos- contestaba serenamente. En un último intento, sabiendo que sería efectivo, Aróstegui le tiró un vaso de vino en la cara y lo llamó cobarde, cagón y quién sabe que otras cosas dijo sobre su madre y él. Fue lo último que hizo el estúpido, acto seguido el puño templado de púgil se asestaba sobre su mandíbula, quebrándola en tres partes, y provocando la artera caída. Sólo cuando vio el charco de sangre bordó, oscura como chocolate que brotaba detrás de la nuca de Aróstegui fue que decidió huir. Y así fue, tan cerca de la gloria que le dio pelear se ganó el destierro peleando.

Hoy un viejo se sienta en la plaza a buscar el olvido de esa fatídica noche. Un viejo busca olvidar como se desperdició todo su talento. Mañana, tal vez, alguien escuche sus súplicas, y haga por él lo que ya hace tanto tiempo, él mismo hizo por Aróstegui.

Fin.


N. del autor: La fotografía publicada, en la cual está basado este ficticio cuento, es de Juan Herrera Prado, gran amigo como fotógrafo.

3 comentarios:

Ale Do Carmo dijo...

Yo cumpliendo 30 y usted con esas cosas de la edad. Mire que me emociono mire eh!!!
Saludos

Dante Zetta dijo...

Un texto que va como trompada de epileptico. Bien construido, Sensacional.Una patada en la ingle de Bartleby...

Anónimo dijo...

Me gusto mucho el cuento porque realmente lograste expresar en palabras el dolor y desconsuelo de un error o tal vez solo la obra del cruel destino.

Hacia tiempo que no disfrutaba tanto un cuento.